Nos tocó verlo
desde atrás del arco.
A los periodistas no nos mandan ahí.
Tuvimos que
hacer una gestión un tanto extraña con la policía.
Abusando del verticalismo, comenzamos con una agente mujer que anotaba, pasamos a un oficial de handy
en mano, hasta llegar a un Sub Comisario colorado que nos permitió acceder a la
tribuna.
Lo hicimos
un poco por cábala, ya que los últimos partidos que vimos desde la platea del León Kolbovsky perdimos.
Pero principalmente pedimos cambiar de lugar por
si se presentaba la posibilidad de gritar algún gol y así. no tener que ahogarlo en
el pecho.
Había llovido
toda la noche por lo que saltando charcos llegamos a la cabecera
para
integrarnos al grupo de 60 dirigentes, jugadores, periodistas, allegados etc.
Un extraño y fuerte olor a vinagre impregnaba el ambiente.
Todo quedó claro cuando uno del grupo se dio cuenta de que había tirado un envase vacío, de plástico, escondido detrás de
un cartel de publicidad.
Si señor, leyó bien, habían volcado un litro de vinagre detrás de la línea de gol.
A esa altura
hasta los supersticiosos podían tomar esa botellita vacía como síntoma de debilidad y temor, aún dentro del folclore del futbol.
El olor
desapareció cuando a los poquitos minutos estábamos todos colgados del
alambrado cara a cara con el Chipi que festejaba.
Luego vino
la ansiedad en aumento, interrumpida por dos o tres sobresalaltos, hastas el
penal, resbalón, gol...
¡Gooool…
¡Vamos
carajo!
La Hora
Vigliano…
Pri… Pri… Priiiiiiiiii…
Villa Crespo
muda, y nosotros gritando y cantando frente a frente con los jugadores…
-“… que
salen a ganar, quieren salir Campeón…”
(interrupción
de un policía que nos intentaba sacar con suaves empujones hacia la salida)
-“Señores
tienen que ir saliendo... Es por su seguridad personal”
-(y nosotros) “… que lo
llevan adentro, como lo llevo yo”
Y de ahí a
la calle,.
Mezclándonos con los de amarillo, azul y caras tristes que
inundaron Juan B. Justo.
Sin pausa, y con prisa, directo rumbo al Estadio Tres de Febrero.
El sol se
empezaba a esconder cuando arribamos a la cancha.
Cada vez
llegaba más gente.
Familias enteras
vestidas de azul, blanco y negro.
Un auto
blanco llega tocando bocina como en el mundial, y baja el conductor de la mano de sus dos hijos,
dejando a la patrona dentro del auto.
Desde la
terraza de enfrente al estadio otro papá cuelga un trapo tan noble como desteñido.
Algunos se
trepan al cartel, despliegan banderas largas, humo, hay globos...
Por “MarceloTe” ya no
circulan autos porque la policía cortó (como (uando hay partido).
De repente,
como sucede siempre que uno espera algo con muchas ganas, aparece el micro por la esquina del Estacionamiento e
ingresa al Estadio.
Minutos de suspenso y pronto asoman
todos los jugadores por el balcón que forma el contrafrente de la platea
central.
Salen como
estrellas de rock para recibir los aplausos tras el recital, emocionados.
Se asoman hacia Alvear desde donde les hacemos loas...
Parecido a
un banderazo de hace como una decadad en los balcones del Hotel Luey, ahora en José Ingenieros.
Ellos se
abrazan y cantan.
Parecen
chicos, y muchos de ellos lo son.
Agitan
banderas, golpean la chapa, le gritan a Ciudadela, se lo dedican al pincha y se
auto aluden cuando dicen “que los jugadores me van a demostrar”…
Delicioso
absurdo paradojal.
Ellos
empezaban las canciones y nosotros las seguíamos.
Ellos en las
tribunas y nosotros observados por ellos.
Ellos siendo
nosotros y nosotros ellos…
Todos, uno
solo…
Almagro.